Foto: Iñaki días antes de emprender el ataque a la cima.

El Annapurna (8.091 m) ha vuelto a reclamar su precio. No es casualidad que todos los himalayistas la dejen para el final, en su intento por alcanzar las 14 cumbres más altas del planeta. Desde su primera ascensión por el francés Maurice Herzog en 1950, una larga lista de accidentes oscurecen su historia. Lejos de espantar a los montañeros,  su negra historia ha convertido su cima en un preciado trofeo.

Ayer el navarro Otxoa de Olza probó su dureza. A falta de 100 metros para llegar a la cima sintió en sus pies y manos los síntomas de las congelaciones. Además no contaba ya con cuerdas fijas para seguir escalando y afrontar el último paso expuesto a una caída de más de mil metros. Decidió regresar al campo VI a 7.400 metros. Y fue a esa altura donde quedó inconsciente. Un ataque de tos y vómitos presagiaban lo peor.

Más de 30 expediciones, 15 ochomiles, un forma física excepcional. Nada convierte al montañero en inmune. Es el idioma de la montaña. Tendido en el suelo de su tienda de campaña quedó Otxo de Olza, mientras que su cliente, el rumano Horia Colibasnu, presionaba la tecla de rellamada del móvil del navarro. De noche y sin posibilidad de que ningún helicóptero subiera en su rescate, se comunicó con la familia de Otxoa de Olza en Pamplona para que le dieran el teléfono de algún médico especialista. Otxoa era el guía, era el que debía responder de la vida de sus clientes.

La montaña seguía reclamando su precio. La batería del teléfono falló, no sin antes confirmarse la mejoría del navarro.

A estas horas estarán emprendiendo el descenso, paso a paso. Tal vez, éste sea el último ochomil del navarro y la constatación de que las expediciones comerciales son el principal enemigo de los montañeros, más allá de la altura, la climatología o los seracs. La vida a 7.400 metros no puede depender de la batería de un teléfono.